La gran orquesta


Estimados lectores, los camposantos les reclaman de nuevo con sus esperpénticos caprichos y curiosidades; cuán hay oculto en unas figuras de piedra, hay que saber leerlas y entenderlas. Algunas desafiantes se erigen ante nosotros con sus veleidosas formas y sus miradas sentenciadoras. Este es el caso de hoy…


Quizás algunos de ustedes ya conozcan la oscura leyenda de Fausto, el Ángel Exterminador del cementerio de Nuestra Señora de la Almudena en Madrid. Este mensajero de Dios nos advierte de la propia muerte haciendo sonar su trompeta, si están cerca y lo oyen perecerán muy pronto; mas no sólo eso, se dice que al llegar el Apocalipsis tocará su instrumento y los muertos se levantarán de sus tumbas. Aunque son muchos los ángeles filarmónicos y en mi querida tierra hay otro cuyo nombre desconozco, pero permanece erguido con su trompeta encima de un bello mausoleo cual guardián del emplazamiento. Los días de mucho viento el aire atraviesa su instrumento haciéndolo resonar hacia los aledaños y los pueblerinos, supersticiosos, se esconden en sus casas para no escucharlo, pues están convencidos de que sólo conlleva enfermedad y deceso.


Monsieur Didier, director de orquesta francés conocedor de dichas habladurías así como amante del misterio, concertó una banda para tocar en la plaza del pueblo un día de vendaval. Su principal propósito era vincular su música con la del ángel trompetista. Las múltiples críticas y represalias no tardaron en llegar; Semejante imprudencia sólo puede ser idea de un loco, era el pensamiento general. Todos permanecían atentos al pronóstico del tiempo porque muchos aldeanos abandonarían sus hogares el fatídico día de la orquesta para no tener que confrontarla. Y pronto llegó el señalado evento.


El auditorio era exiguo pero la orquesta estaba dispuesta en toda su excelencia dirigida por el señor Didier; el silencio reinaba. La brisa soplaba torpe y lenta, el follaje de los árboles a penas se movía, los rostros de los pocos concurrentes observaban decepcionados el escenario. Pero pronto el espíritu seráfico despertará con todo su fulgor, se decía para sí Monsieur Didier. El tiempo fue pasando sosegado y algunas personas abandonaron el lugar sin ánimo de escuchar nada; mas el cielo empezó a oscurecerse raudo y la triste brisa a transformarse en vendaval. ¡Atentos! el director alzó la batuta y en breves instantes el sonido del ángel se empezó a escuchar a lo que dio el visto bueno para empezar a tocar. Violines, flautas, trompetas, timbales… apagaban el eco del serafín ya que éste era más débil y no se apreciaba; cuál decepción.


A pesar de ello la banda continuó con su tarea hasta que el cielo se oscureció todavía más y el fuerte viento cesó de repente; entonces la orquesta también paró. La bóveda celeste lucía tonalidades pardas y bermejas que presagiaban una calamidad. Acto seguido una multitud de esfinges de la muerte1 se diseminaron por el ambiente y alguien del grupo comenzó a tocar un instrumento de viento nunca antes escuchado. Era una música espectral, apesadumbrada y lúgubre, pero sublime y gloriosa que hizo languidecer hasta a Monsieur Didier. Ahí, entre ellos, se encontraba el ángel con su mirada perdida y melancólica, sus ropajes antaño de piedra grisácea ahora eran negros como el plumaje de los cuervos. Y esa melodía que embelesaba a la gente no les permitía salir corriendo.

Cuando cesó su música angelical se fue andando impasible camino al camposanto y ahí se quedó, como siempre estuvo, convertido en piedra.


Queridos lectores, seguramente se pregunten si alguien murió, la respuesta es que sí pues todos terminaremos pereciendo un día u otro, mas los que estuvieron ese día ahí presentes fueron personas muy longevas que vivieron más de cien años. Quizás el ángel sólo quería alguien que tocase junto a él o que tuviera unos momentos para escucharle.


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