El Mar y sus quimeras
En un pueblo costero cuyo nombre se ha perdido en los anales de la historia y de la fantasía, se forjó una leyenda. El mar era el sustento de esos hombres quienes veneraban sus salobres aguas, aunque también las temían porque sabían el peligro que entrañaban; algunos se adentraban en ellas y jamás regresaban. La mayoría eran marineros o pescadores, cuya mayor hazaña fue capturar una horrenda criatura de las profundidades. Dicho ser era una masa informe de carne, similar a un embrión, de cuyo cuerpo convergían dos piernas fusionadas, dando la apariencia de la cola de una sirena; expuesta al público en un gabinete de curiosidades para promover los caprichos de la naturaleza.
Jacob también anhelaba navegar, pero él era sordomudo y un marginado que no encajaba en ese lugar. Envidiaba a los hombres de mar y siempre deambulaba por la costa con la esperanza de escuchar algún sonido. Creía en los milagros como todos los lugareños, personas piadosas que antes de cometer su faena se santiguaban. Mas un atardecer, fue a pasear por el litoral para comprobar si se producía el anhelado milagro. Caminaba mirando al mar, concentrado en sus pretensiones, intentando escuchar cualquier cosa; y el acto prodigioso se produjo: un trémulo canto procedente de las aguas lo cautivó. Observó el horizonte y vio con claridad una sirena, como esas criaturas de los libros de hadas que atesoraba pero esta tenía un aspecto terrorífico.
Un banco de peces muertos la rodeaba y se estaba comiendo uno mientras la sangre resbalaba por sus labios grisáceos y con cisuras. Toda su tez era de un color verdoso y olía a podredumbre, la fetidez impregnaba toda la costa. Sus manos eran palmípedas y sus extremidades inferiores sufrían una severa desfiguración, no eran como las colas de pez de las sirenas comunes, sino más bien parecían fruto de un defecto congénito. La criatura se mostraba hambrienta, dentellaba los peces muertos con suma rapidez y cuando no engullía continuaba con su lúgubre canción. Jacob la observaba asombrado; siempre le habían explicado que estos seres eran peligrosos porque con sus cantos embrujaban a los hombres que atraídos por ellas acababan muriendo ahogados. Pero tú no tienes que preocuparte, porque eres sordomudo; la criatura le había escudriñado el pensamiento. Añadió:
— Nadie puede escapar del canto de las sirenas, ni tan siquiera la gente como tú, pero — gargajeó peces y sangre— con esta concha podrás escuchar lo que desees. — Se la lanzó y el canto de la sirena se hizo mucho más agudo hasta llegar a ser irritante, aunque pronto desapareció tan rápido como se había manifestado. Jacob tenía una preciosa caracola a sus pies y empezaba a escuchar lo que parecía el romper de las olas; algo maravilloso.
Se quedó tumbado en las rocas con su nuevo agasajo, escuchando todos los sonidos colindantes. El olor de las algas volvía a impregnar el lugar; ni monstruo, ni peces muertos, ni el silencio al que estaba acostumbrado. Por vez primera él también se sintió hijo del mar como los otros habitantes del pueblo, porque un ser de las profundidades lo había vuelto a engendrar.
Se encontraba nadando, dichoso, en las aturquesadas aguas hasta que una mano verdosa y pútrida que emergía de ellas lo sujetó con fuerza. El mar se preñó de sangre porque algún monstruo lo había atacado por la cadera y sintió la angustia precedente a la muerte. El dolor era mayúsculo y pensó que expiraría. Pero aconteció la oscuridad y un pesaroso canto que ya había escuchado con anterioridad lo hechizó. Viéndose en esa coyuntura le invadieron la calma y la tranquilidad, y hasta el suplicio desapareció. Al fijar su mirada hacia la parte inferior de su cuerpo observó la carencia de éste; se encontraba fragmentado por la mitad y quizás esto sólo fuera la paz que anticipase su final. Aunque lentamente el busto se fue regenerando con sirenomalia, una malformación congénita muy poco frecuente cuya principal característica es la fusión de las piernas, dando la apariencia de la cola de una sirena.
Despertó sudorífico y observó impasible como un cuervo alzaba el vuelo con su preciada concha y la dejaba caer al inmenso océano. Pudo sentir el sonido de la pérdida con gran intensidad; su obsequio se encontraba ahora en las profundidades y las sensaciones eran muy distintas a las de la tierra. Al anochecer, comenzó a escuchar el canto de la sirena tan agudo que desfalleció y en su inconsciencia atisbó sirenas desfiguradas, marineros ahogados, monstruos marinos… Siempre con el espeluznante sonido de fondo. También vio como un cangrejo ermitaño se adentraba en la caracola extraviada, su nueva guarida.
Al día siguiente, Jacob padecía un dolor de cabeza horrible y una extraña inflamación en la tez. Asimismo, advertía cosas que nadie más hacía. En una ocasión, observó una sirena terrorífica en un embalse, mordiéndose las venas y enturbiando el agua con su sangre. En otra, se encontraba en el lavadero cuando el agua se volvió espesa y oscura porque apareció una cabellera que olía a algas. Pero lo peor eran los agudos cantos que escuchaba continuamente y que le perforaban los tímpanos. A los pocos días parecía un monstruo porque la inflamación había empeorado en demasía; y cada vez sufría más delirios y fabulaciones. Así que decidió llamar a un médico quien lo fue a visitar.
Horas después el silencio reinaba en toda la casa, sólo se escuchaba el ruido de las moscas. Los cortes eran limpios y perfectos como los de un cirujano, al doctor le habían separado la cabeza del torso de una sola hendidura. El tabernero había visto salir al monstruo y un pescador aseguraba que se había adentrado al mar. Lo describían como un ser zoomorfo similar a un enorme cangrejo, con dos gigantescas pinzas y un fuerte caparazón con pinchos.
—¡El monstruo se ha adentrado en las aguas! —El campanario repicaba con fuerza y los habitantes del pueblo ya conocían la noticia.
—¡Todos los hombres al mar con sus embarcaciones! ¡Demos muerte al monstruo asesino! —Gritaba la muchedumbre mientras los marineros se armaban. Pero el tabernero advertía —¡No vayáis, perderéis la vida!. Y una anciana invidente predicaba por las calles que el pueblo sería destruido.
Lo que siguió a continuación fue una trampa mortal del Mar para deshacerse de todos ellos, porque los barcos se dirigieron al ombligo de las aguas donde un séquito de sirenas aberrantes, como las que Jacob ya conocía, aparecieron. Sus cantos hipnóticos embrujaron a los marineros quienes perdieron su voluntad y quedaron paralizados, mientras ellas se arrastraban por las cubiertas de los barcos como gusanos sedientos y hambrientos de sangre y carne humana. Desgarraban a sus víctimas fácilmente con sus afiladas dentaduras, la sangre rezumaba al mar llamando la atención de otras criaturas marinas y el cangrejo humano también se sintió tentado.
La Bestia cercenaba cualquier cosa con sus poderosas pinzas y no tardó en matar a los marineros que habían sobrevivido a las sirenas. Después del gran festín de sangre, los monstruos dirigieron su interés fuera de las aguas, donde todavía quedaba gente, sobre todo mujeres, ancianos y niños. Las sílfides encabezadas por el cangrejo humano se dirigieron hacia la costa con su cántico agudo como himno de victoria.
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