El elixir del arrebato


Sin sufrimiento, nunca habría sido bendecido”. Edgar Allan Poe


Me llamo John… John Bradley. Durante un tiempo, mi nombre fue el único legado de un momento mucho peor, circunstancia que al fin he recobrado. A fecha de hoy, vuelvo a ser un hombre achacado por las oscilaciones de la locura, aunque eso ya ha dejado de importarme.


Siempre me ha fascinado la escritura, a decir verdad, se llegó a comentar que nací con una pluma bajo el brazo. A edad temprana, abstraído por las historias que se contaban por mi pueblo -habladurías, ahora lo sé- me deleitaba escribiendo sobre ellas, pero por lo demás, guardo imprecisos recuerdos de mi niñez. Así mismo, con el transcurrir de los años y alcanzado el auge de la juventud, me serví de las palabras como una herramienta de alivio, para descargar la animadversión que sentía hacia los habitantes del lugar que me vio nacer. Los mismos que tiempo atrás ya extendían fábulas sobre algunos lugareños, falacias todas ellas. Yo mismo me terminé convirtiendo en objeto principal de su distracción y mezquindad, no sé cuántas calumnias se extendieron sobre mí, perdí la cuenta hace tiempo, pero pasé toda mi juventud entre mofas y absoluta soledad; y aún hoy, así resulta. Al principio, me costó aceptar la condición de marginado a la que me había visto relegado, pero tantos golpes y desengaños no pudieron más que acostumbrarme a la realidad. Fue entonces cuando se manifestó un mundo nuevo y desconocido para mí, repleto de ruinas, cementerios y muerte. Y embriagado por la literatura subterránea y por todas sus espeluznantes vertientes, terminé por convertirme en un escritor maldito, volcando todo el odio que sentía hacia un propósito mayor: la creación de mi gran obra. Pero no fue hasta el suceso que les narraré a continuación, cuando supe con segura certeza que toda creación no está exenta de locura y fraguada de dolor. Sucedió una Navidad, no muy lejana…


La pestilente falsedad se respiraba en las calles navideñas como un cadáver descompuesto impregnando mi atormentada alma, destrozándolo todo como llevaba haciéndolo durante décadas. Mientras que esa alegre y, a la vez, odiosa melodía me perforaba los tímpanos, resonando ininterrumpidamente en mi apesadumbrado, y ya de por sí cansado, corazón. Y qué decir de todas esas sonrisas postizas de bufón, tan pintadas y vacías como mis botellas de elevada graduación, brebaje que consumía con suma devoción para sobrellevar estas despreciables fechas. Todo ello mezclándose con el amor pregonado a cal y canto, tan mercantil que carecía de sentido. En realidad, como ya les he mencionado antes, lo único que me deleitaba era escribir líneas repletas de inquina sobre este asunto, siendo mi mayor fuente de inspiración esas calles navideñas abarrotadas de gente, pues en ellas convergía todo cuanto yo detestaba.


No obstante, uno de aquellos días de desgarradora inspiración, marchando yo taciturno por esos lares, advertí un extraño puesto de venta que nunca antes había visto y que abarcó toda mi atención. Una sutil oscuridad lo envolvía con sus brazos de llanto y muerte, con tanta fiereza que ni siquiera el ajetreo y el jolgorio de la muchedumbre lograba alcanzarlo ni penetrarlo. Tras observarlo con detenimiento, pude sentir que me inoculaba tal impresión que despertaba todos y cada uno de los miedos ocultos e ignorados de mis infiernos, pero a pesar del supremo dolor que sentí en aquel momento, he de admitir que me pareció un lugar tan auténtico que me maravilló en demasía, por lo que no pude más que acercarme iluminado -precisamente- por sus propias tinieblas.


Al adentrarme, no me desconcertó la poca luz que solo manaba de unas pocas velas prendidas y derretidas, porque era lo consonante con lo que ya había apreciado antes, un ambiente opaco y tremendamente descorazonador. No obstante, confieso que mi mirada se desvió prontamente hacia varias repisas mugrientas y polvorientas, ya muy perdidas entre las amarillentas páginas del tiempo, repletas de tarros de cristal que albergaban un fluido negro y viscoso, y me quedé absorto mirándolas por varios minutos.


Le estaba esperando, John Bradley”, escuché una voz tan áspera y desagradable que si me hubieran dicho que procedía del propio averno, no lo hubiera cuestionado ni una sola vez. Un extraño ser me observaba desde el rincón más oscuro y recóndito de la estancia, a saber cuánto tiempo llevaría allí. Era alguien tan singular que no me atrevería a calificarlo de humano, y de manera fugaz, vinieron a mi memoria las criaturas de mitos y leyendas, que poblaron en tiempos pretéritos -y quién sabe si aún hoy- los densos y verdes bosques de muchos pueblos y regiones. Su ya de por sí pequeña estatura se acentuaba a causa de su jorobada espalda, pero a pesar del diminuto tamaño, su cuerpo parecía robusto y resistente. La tez, en cambio, plomiza como la de un cadáver, le confería un aspecto enfermo, mientras que su plateado cabello, el cual le alcanzaba los talones, no contrastaba demasiado con la mortecina piel. Aunque, por ventura, lo más sorprendente e inquietante era su horrible rostro: la nariz, ganchuda como ninguna que hubiera valorado nunca, apuntaba con férrea convicción al infierno que a bien seguro le aguardaba bajo sus pies; y sus ojos, casi ocultos por sus párpados caídos, se asomaban como luces ensangrentadas. Todo ello en un lienzo tan arrugado y marchito que, como ya les he dicho, no podría ser humano, pues no hay hombre sobre la faz de la tierra que, a mi entender, haya subsistido tantos siglos como para alcanzar semejante porte.


Los segundos transcurrieron como una ardua eternidad, hasta que logré regresar del mundo de las ensoñaciones y de las ilusorias elucubraciones que acometían mi mente. Pude emitir -no con poco esfuerzo- un lamentable balbuceo ininteligible que solo manifestaba la angustia que me producía semejante situación. Aún así, y a pesar del miedo, tuve que asumir una realidad que se me presentaba ineludible: supe de las diversas tipologías de temores y entendí que esta no era la peor de todas ellas. La más aberrante pesadilla continuaba siendo, no me cupo duda entonces, la falsa felicidad pregonada a cal y canto por las abarrotadas calles navideñas. Como observarán pues, aún quedaba espacio en mis pensamientos para profesar aversión hacia las personas que consideraba comunes y superfluas. Fue entonces cuando me sentí más cerca de la monstruosa criatura que de la sociedad de la que yo mismo procedía, ¿a caso no era yo también un marginado, una especie de monstruo a los ojos de los demás? El miedo se desvaneció. “Quién es usted y qué quiere”, espeté.


-¿Cuál es el propósito de mi vida? ¿Por ventura no me aguarde ninguno? ¿Cuándo me llevará la muerte con ella? ¿Y qué me deparará después?Siempre planteándose preguntas sobre el sentido de la existencia, como si le sirviera de algo resolver semejantes cuestiones, porque usted ya está condenado, John Bradley, pero yo puedo ayudarle… -Fijó su mirada en los tarros que albergaban la misteriosa sustancia oscura. -Estos recipientes contienen la panacea que alarga mi existencia, se trata del elixir de los hombres que acabados y exhaustos confiaron en mí para ser liberados. He aquí el amargo licor de sus corazones, cuán suculenta pócima para mí, ni se lo imagina. No hay goce mayor que la decadencia y los trágicos decesos que aquí se encierran, en sus múltiples y aberrantes formas. Deme cuanta inquina albergue, John Bradley, y yo, a cambio, me embriagaré de todos esos males que le aquejan hasta no dejar ninguno. Piénselo bien antes de dar respuesta a mi ofrecimiento, pues nada puede perder más de lo que ya ha perdido.


Me he preguntado muchas veces por qué acepté el trato y me he culpado y avergonzado por ello desde entonces, pero al menos sé que, a fin de cuentas, terminé ganando, pues para vencer primero hay que asumir la derrota. Ese mismo día sentí la muerte en mis entrañas, fue la despedida de mi amada musa, pero después regresé al mundo de los vivos como una persona totalmente cambiada. Toda pesadumbre había desaparecido y el sufrimiento no era más que un recuerdo de mi pasada existencia. Por primera vez pude experimentar la tranquilidad de ser alguien normal, sin el demonio atormentándome, porque yo no tenía dentro la hueste de Satanás, si no al mismo diablo. Me sentía alegre y animado, hasta el punto de querer compartir mi tiempo con otras personas, pero más allá de eso, supe que jamás volvería a sentir con la fuerza devastadora de antes. De modo teórico, estuve de alguna manera convencido de que me había quedado vacío, pero en la práctica siquiera pude confirmar mis sospechas, pues no podía sentir la melancolía de haber perdido mi esencia. La inspiración se desvaneció junto con mi desdicha, y fui muchos días a deambular por ruinas y cementerios olvidados para encontrarla, pero allí no estaba. Intenté escribir de nuevo -aún sin vestigio de arrebato o pasión- románticos relatos como hacía antes de perecer, pero todo resultó en vano, pues mis líneas estaban vacías como también lo estaba yo. Y a pesar de ser consciente de mi gran pérdida, seguía sin lograr afligirme o enfurecerme.


En aquellos días frecuenté todas las posadas del pueblo de mis antiguas pesadillas, abarrotadas de viles pueblerinos ávidos por abalanzarse sobre cualquier oveja descarrilada del rebaño. Pero al mostrarles mi nueva personalidad -o la inexistencia de la misma- resolvieron tratarme con la dignidad que me habían negado todos estos años. Conversé con ellos de temas insustanciales e intrascendentes, largas y monótonas noches, sin llegar a conocer estrechamente a ninguno de ellos. E incluso conquisté a una dama de envidiable belleza, pero su hermosura era tan frívola y efímera que no logré enamorarme por más que lo hube deseado. Respiraba, sí, pero en gran medida sabía que estaba muerto, y me empecé a arrepentir sin sentir el arrepentimiento, si a caso es esto posible… Necesitaba recuperar el repulsivo elixir negro para volver a ser el de antes y librarme de la soporífera e inútil existencia en la que yo mismo me había sumido.


Por extraordinario que les parezca, lo cierto es que no me tuve que esforzar demasiado para encontrar el extraño ser, pues continuaba asentado en el mismo lugar donde lo había encontrado. Admito que yo fui el principal sorprendido, pues estaba casi convencido de que, tras recoger su equipaje, se habría marchado muy lejos, quizás hasta los bosques viejos de donde probablemente surgió. Me hubiera gustado saber por qué no se fue, y he barajado muchas hipótesis al respecto, incluso he llegado a pensar que desde el comienzo lo estipuló así para aleccionarme, pero este es un interrogante que, como tantos otros, no puedo responder ni siquiera ahora. En cualquier caso, pareció sorprendido al volver a verme, ¿de verdad pensó que me resignaría a una vida feliz y ordinaria como la de cualquier vulgar humano? No lo sé, pero no perdí más el tiempo en divagaciones infructuosas.


Súbitamente me sentí como hechizado y, arrastrado por una fuerza cuya cabalgadura no procedía de este mundo, famélico y sediento de inspiración y destreza, empuñé mi trasnochada pluma de plata -fiel compañera desde la temprana infancia- y cuan estoque fuera, le apuñalé en insistentes ocasiones, dejándolo malherido. Ríos de tinta negra como la noche rezumaron de su decrepitud y fealdad. Al fin, pude sentir con el desgarro de mi alma, la sangre derramada de prosa y lírica, más sublime y gloriosa que antaño. Las olvidadas ruinas se erigieron ante mí y resplandecieron como el astro rey; las abandonadas lápidas del antiguo camposanto se abrieron y sus desahuciadas almas me abrazaron con deseo, “¡Cuánto anhelaba a mis viejas amigas!”. Y la Muerte regresó a mi encuentro y posó desnuda ante mis ojos ávidos de las pasiones más oscuras del alma humana.


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