El asilo eterno


A menudo me suelo perder por las angostas y descuidadas calles, libreta y pluma en mano, buscando un lugar donde asentarme y anotar algo de ínfimo interés. Pero de inspiración me encuentro vacío estos últimos días y siento que el desánimo me invade cada vez más. Hoy estoy buscando alguna taberna o café con atractivo para escribir sobre sus clientes. Es un motivo narrativo que me suele deleitar: observar con disimulo el comportamiento de las personas y extraer algunas conclusiones, pero normalmente termino cediendo a la inventiva, y redactando impericias y desprecios. Hay algo en las personas que me molesta en exceso, pero no soy un iluso, es una coyuntura de mi propia mente atormentada. ¡Oh, cuánto daño me han hecho los demás desde que era un niño sólo por ser diferente! Quiero ser filantrópico y benefactor, pero en mi interior un grito desgarrador vocifera: "¡Acaba con ellos!". ¿Soy, a caso, un ser despreciable?


No encuentro ninguna taberna o café con encanto, quizás tendría que haberme quedado en mi despacho. El firmamento se oscurece con diligencia bromista, se está haciendo tarde, pero el ocaso es muy hermoso y pienso que podría dedicarle unas líneas, por qué no. Me sentaré en un banco y me perderé entre irregularidades de tinta y papel hasta que la noche lo oscurezca todo con su negrura. Es duro el cometido del escritor cuando las musas no se congregan a su lado. Y por muy espléndido que sea el objeto de sus renglones, si carecen de arrebato, no tienen alma.


De súbito, un manto oscuro como las tinieblas se desliza por una callejuela hasta desaparecer, captando mi atención. Quizás sea una señal, tengo una fuerte intuición, pero no sé si es buena o infame. No puedo más que seguir mis propios pasos que se dirigen con premura hacia allí, presos de una suerte de encantamiento. El firmamento ya no me importa. Al adentrarme por la estrecha calle, no sin recelo, lo único que aprecio es un café-museo lúgubre y singular. El tiempo, entonces, se detiene. Estoy asombrado y no sé exactamente por qué, pero es una percepción que corre por los ríos de tinta vertidos en toda mi trayectoria. La puerta de madera se abre pausadamente y chirriando...


La Parca me extiende su mano demacrada, con fragmentos de piel seca abrazando los huesos. Su mirada profunda como las oquedades del Tártaro me reclama, mientras una infame lombriz se asoma y resbala hasta el suelo, toca la punta de mis refinados zapatos ¡Oh, Muerte! Igualáis a todos los hombres, sois la justicia implacable. Le cedo mi mano de tez pálida y siento la fuerza devastadora de mil corceles galopantes en mi conmovida alma; oscuros como la noche de los tiempos contra la tremebunda tempestad.


Me convoca en su macabro Asilo. Ahí vivos y difuntos beben y ríen, se nutren y lloran. He aquí abundante vino para matar las penas, pues hay muchas formas de expirar y alejarse de la despiadada vida. He aquí pan y embutidos para llenar el estómago hasta reventar de júbilo y repulsión por los vicios profanos.


La Destrucción se afianza en su trono y observa. Las emociones fluyen por mis venas con arrebato impulsándome a deslizar mi pluma sobre el papel, último empeño del escritor antes de su deceso. Mientras ésta continúa observando desde su trono su función preferida, habitual y maravillosa, rodeada de su séquito de criaturas de ultratumba.


Qué fantasmagorías son esas... Sólo pueden ser obra de un loco, cuan Víctor Frankenstein y sus experimentos aberrantes alejados del orden natural de las cosas. Vida invertida, canto al desvío, ¡Yo os conjuro! Sé que la Muerte circunspecta ahora se mofa de mí, -oh pobre mortal, no sabes nada-. Y ahí siguen, sin embargo, esos monstruos observándome con imperturbable calma.


Advierto un ser humano entre difuntos, vivos y bestias. Un ser humano no es cualquiera, es alguien con sensibilidad y amor, en el mundo ya pocos quedan. Proviene de la estirpe de los íntegros, de unos pocos elegidos. Los monstruos se arrodillan a su paso y hasta el Fin le abraza y él no fallece. Progenitor de todas las criaturas sobrecogedoras, deformidades de sus abatimientos, desproporciones de su alma atormentada por el mundo de la luz, más oscuro que las propias tinieblas.


Entonces comprendo que los verdaderos monstruos no se encuentran entre ese séquito de quimeras. Aquello sólo es un reflejo distorsionado y arrebatador del mundo exterior, como la imagen alterada de la cruel realidad. Una burla al espanto y a la decadencia social de nuestros días. La auténtica podredumbre la aprecio a través del ventanal.


Monstruos de este extraño lugar, ¡Y aún hombres extraviados como yo! os suplico, pues: bailemos la Danza Macabra mientras la Ruina nos observa desde su trono con una mueca jocosa. Los espíritus aguardan. ¡Oh, Muerte! Todos en polvo nos convertiremos, pero eximid este sitio para la Eternidad, ¡Os lo ruego! Este es vuestro Asilo, alejado de la luz impostora del mundo.




Soy Robert Williams y tras escribir las líneas que anteceden fallecí. Desearía que mi texto permaneciera eternamente en el Asilo de la Muerte como muestra de una mente enferma y delirante antes de expirar, donde la creación es inmortal y el creador es polvo. Por ventura, destrezas extraviadas en el tiempo que nadie valorará, como tantos autores fracasados e ignorados. Me pregunto si persistirán los otros manuscritos en el arcón de mi despacho. Quizás alguien los encuentre y los guarde para interpretarlos junto a hijos y nietos; o tal vez los quemen en una fogata para darles mejor utilidad, sería desolador para mi alma, pero a nadie más le afectaría. El arte fue el móvil de mi vida y para mí es trascendental. Quién sabe, quizás un resquicio de mí perviva, de manera casi desapercibida, cercano al protegido inexpugnable y sus monstruosas criaturas. Es sólo un anhelo más…




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