Báthory


En 1611 la condesa Erzsébet Báthory fue condenada por el asesinato de seiscientas cincuenta jóvenes. Cuenta la leyenda que le obsesionaba conservarse joven y bella, y ese deseo desencadenó las muertes de sus doncellas en rituales para mantenerse lozana. Su crueldad era ilimitada, entregándose a todo tipo de prácticas perversas antes de acabar con sus vidas.



El cálido elixir se desliza por vuestra garganta y a la Bestia despertáis, con una fiereza tan inhumana que no encuentro palabras para exponer semejante realidad. Y por la comisura de vuestros bermejos labios, oh desalmada, se asoma una sonrisa mordaz. Joven y bella, si sólo por eso la existencia os vale la pena, lograrlo es una ostentación que está muy cerca, pues vuestra alcurnia os guarnece. Actuáis con alevosía en la oscuridad. Rojas son vuestras primaveras y las amapolas de vuestro vergel; encarnados son vuestros vestidos de terciopelo y rubíes; granas vuestras colgaduras y tapices; púrpuras los horizontes que observáis cada amanecer y atardecer. Verted sangre a la sangre, dad vida a la vida, y la muerte no os encontrará, mas sí a vuestras inocentes plebeyas. Fluido vital, moneda de cambio, savia del mundo. Tierra sucia del licor derramado, preñada de cuerpos inertes, de falsos pactos, de almas atormentadas clamando al cielo venganza. Nada es en balde, tiempo atrás, vuestra belleza superaba a las flores que contrastadas con vuestros ojos humilladas quedaban. Hasta que sin más preámbulo bebisteis de la infausta copa, sólo dos dedos, poco más, suficiente y sobrante para contemplar toda vuestra vida y el quebranto de vuestra alma: pútrida, oscura y deforme.


Pasarán ante vos los sueños, abortos de ilusiones; os despeñaréis contra la brutal realidad al ver vuestro rostro estropearse; ahogaréis en indiferencia bellos recuerdos y continuaréis embriagando vuestro desprecio con sangre humana. Moriréis procesada y encerrada en vuestro castillo, donde la luz del sol a duras penas penetrará… Queridos lectores, recuerden entonces:


Quien rechace el retorcimiento que las entrañas encierran; quien se afirme redimido de las más bajas vilezas; quien se ciegue convencido de su benignidad; quien quiera que sea, que se detenga a observar los amplios e impenetrables muros del castillo que custodian incógnitas que sólo la sangre que, quizás, un día fluyó por esas angostas piedras supo. Quien quiera que sea que se detenga a escuchar los penetrantes graznidos de los cuervos, su himno a la Muerte, que entre el cobrizo follaje de los árboles se eleva. Quien quiera que sea que se detenga a exhalar el apagado aroma de las marchitas flores, rebosantes de hermosura en otro tiempo, lánguidas hoy. Ellas tampoco derrocaron el devenir de los días.



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